El que habla de fútbol, habla de figuras. La selección peruana, hoy oficialmente mundialista, está llena de ellas. Y, aunque sabemos que es un equipo de obreros, Perú es uno con Guerrero y otro sin él. Pasa lo mismo en otros países. Argentina gana el 75% de sus partidos con Messi, pero solo el 50% sin la estrella del FC Barcelona.
El que habla de política, también habla de figuras. Los líderes en este ámbito, marcan la diferencia. Y aunque las comparaciones resulten odiosas, hay una que nos daría una perspectiva distinta sobre nuestra realidad política. Lo que nos pasa con Chile es insólito: mientras en el fútbol, nuestro horizonte es más feliz que el de ellos; en el ámbito político, sus perspectivas son más promisorias.
Veamos. ¿Quiénes fueron las figuras que dominaron la arena política en Perú en los últimos 15 años? Alejandro Toledo, Alan García, Ollanta Humala, Nadine Heredia y Keiko Fujimori. Cinco jugadores. ¿En Chile? Principalmente Sebastian Piñera y Michele Bachelet. Solo dos. Todos estos personajes se repartieron los períodos presidenciales, tomaron las decisiones políticas más importantes y acapararon la mayoría de portadas en sus respectivos países.
En cuanto a agenda ideológica, encontramos igual diversidad. Mientras un Piñera estaría más cerca de Toledo y García en cuanto al modelo económico y al programa de reformas que planteó y planteará (en un mes será probablemente el nuevo presidente de Chile), Bachelet podría estar más cerca de Ollanta, por su perfil de corte más estatista y socialista.
Sin embargo, hay una diferencia vital entre ambas elites. Ni Piñera ni Bachelet enfrentan procesos judiciales o investigaciones que pongan en juego su libertad. Aunque Bachelet seguro tendrá que afrontar una investigación que la vincula con la empresa brasileña OAS, hoy la presidenta está “limpia”. Y aunque en el caso de Piñera, existe una pesquisa en proceso por supuestos aportes no declarados de una empresa minera, él tampoco ha sido directamente incriminado.
Por el contrario, nuestras cinco principales figuras políticas han estado o están inmersas en procesos de investigación sumamente graves. Uno es prácticamente un prófugo (Toledo), dos están en la cárcel (Ollanta y Nadine) y otros dos tienen sendas investigaciones abiertas (Keiko y Alan). Incluso Kuczinsky ha sido manchado por el escándalo de Odebrecht y aún tiene muchas preguntas por responder.
Marcar este contraste no es grato pero es necesario. Se viene poniendo mucho énfasis en la baja calidad de nuestros funcionarios públicos de base: alcaldes, gerentes municipales, directores de UGELes, médicos, y otros servidores del Estado de mando medio. Y es cierto. Las dificultades que tenemos, por ejemplo, en el proceso de Reconstrucción con Cambios se deben en buena medida a esta realidad. Sin embargo, si miramos a la elite política, el diagnóstico es igual de triste.
Un país en vías de desarrollo no puede estar inmerso en escándalos constantes que involucran a sus principales “figuras”. Eso desanima. Eso desespera. Eso estresa. Esta situación le abre la puerta al “independiente” improvisado, al candidato radical, a las elecciones de angustia, y a los flash electorales no aptos para cardiacos.
Quizás sea tiempo de darle la vuelta al problema. No solo deberíamos pensar en una renovación de nuestra elite política, sino también en una renovación de nuestra mentalidad como electores, que es finalmente, la que nos lleva a elegir a los líderes que dirigen los destinos del país. Quizás –y siendo más radicales– nuestras figuras sean un reflejo de lo que nosotros aceptamos o queremos, y de nuestros valores y principios.
Si al hablar de fútbol nos felicitamos, y afirmamos que la clasificación la construimos juntos; entonces al hablar de política, seamos igual de coherentes y reprochémonos porque los fracasos en este ámbito también los construimos juntos.
Jose Ignacio Beteta Bazan